No se veían desde hacía ya casi cuatro años. Ella era Cristina y él Miguel. Ambos pasaban largamente los cuarenta. Ambos se habían preparado sin saber muy bien porqué todo el día para la cita. Se habían amado tanto. Hasta el clima parecía haberse puesto de acuerdo para la ocasión. No paraba de garuar. Una lluvia fina e imperceptible a la vista pero molesta y densa al contacto. Era simplemente un café. Era todo un café.Cristina salía de dar clases en la facultad de Letras y no cesaba de mirar el reloj, temía llegar tarde al encuentro. Era muy puntual y no toleraba esperar. Quizás por esa razón trataba de estar siempre a horario. Tomó el autobús que, por suerte, estuvo a tiempo, y llegó tranquilamente al bar acordado un poco antes de la hora señalada. Pero él aún no había llegado. Así que se sentó, abrió un libro de Faulkner, su autor favorito, y se concentró en la lectura para alivianar la espera.Miguel cerró su oficina y apuró el paso. Sabía de su impuntualidad y no lo quería ser esta vez. Como siempre, era el último en retirarse de la oficina de seguros donde trabajaba y eso requería un cotidiano ritual de dejar todo en orden y a punto para el día siguiente. Antes de tomar el ascensor que lo conduciría a ponerse en contacto con la humedad de la calle, decidió pasar por el baño y retocar su pelo. Le volvió a pasar gomina hasta dejarlo fijo para enfrentar la terrible garúa. Miró el reloj apurado, salió a la vereda, tomó un taxi y se relajó. Ya quedaba menos.Agustín, el hijo menor de Cristina, aguardaba que su padre lo fuera a buscar a la escuela. Todos los días era Cristina quien cumplía con ese ritual, pero esta vez no podía...Mientras saboreaba un chocolate que le había regalado un compañero, miraba para todos lados apostado en la acera para ver llegar a su padre. Hasta que creyó divisarlo en la esquina. En efecto, era su padre que, faltando dos minutos para las seis, lo retiraba. Subió al automóvil y emprendieron la marcha hacia la casa mientras comentaban las andanzas del día de cada uno. Al llegar a la avenida se cruzó bruscamente un autobús que su padre no pudo esquivar. Todo ocurrió muy rápido. El reloj del bar se posó con la aguja menor en el seis y con la mayor en el doce. Cristina iba por la quinta página y su corazón no paraba de latir. No era el libro, no esta vez. El resto sólo fueron sirenas y corridas. El auto se dio vuelta por completo. Toda la gente que estaba en ese momento fue a su socorro.Cristina volvió a posar la mirada en Faulkner y se sobresaltó cuando sintió el ruido de la puerta del bar abriéndose. Era él. La calle despedía gritos y ruido de ambulancias. Un accidente más en esta ajetreada ciudad, pensó. Se olvidó del tiempo. Lo miró y fue feliz. A las seis en punto
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